Cuando coges la hoja de la bandeja, ves la edad y tuerces el gesto. “Ochenta y siete años, vaya mierda… a ver que tiene el “abueloma” este”. Llamas por megafonía, dos, tres veces, no te responde. Vas a buscar a un celador para que te busque al paciente, que piensas que estará sordo, fumando, en el aseo o a saber qué. Cuando levantas la mirada de la hoja de urgencias, ves a una señora muy mayor en medio del pasillo sin saber muy bien qué anda buscando.
Te acercas a preguntarle si le puedes ayudar, seguro que estará buscando la cama ventialgo y para variar se habrá extraviado. Pero no, es la mujer del paciente que buscas, que viene a decirte que está en la cama que hay en medio del pasillo. “Fenomenal” es lo que viene a tu mente, ironizada a base de guardia tras guardia.
Acompañas a la mujer hacia la cama, a echarle un vistazo y ver “de qué se le acusa”. Observas a un hombrecillo sudoroso, consumido, pálido. Hay algo que te dice que éste se va a quedar en el hospital, que no va a ser un alta fácil ni rápida. Otra cama más en observación de la que estar pendiente.
Cazas un celador al vuelo, para que te pase la cama a un “box”. Por el camino, sin mirarle a la cara, le preguntas a la mujer por el motivo de venir a urgencias. La mujer te dice que lo encuentra raro, que no está bien. El tipo de respuestas que más te gusta, “¡Premio a la concreción!”. Una vez en el box, te instalas en el taburete y comienzas a preguntar a la mujer por los antecedentes del hombre. No te sorprende la cantidad de medicamentos que trae en una bolsa, ni la cantidad de medicamentos que desconoce para qué toma. Rellenas la solicitud del historial antiguo, con ese tono resabido que te dan tus dos años en urgencias, y por fin te centras en el paciente.
Lo exploras de arriba abajo, y el hombrecillo es un “ay” por todas partes. No consigues centrar la exploración en algo concreto. Solo esa vocecilla en tu interior diciéndote que algo no marcha del todo bien. El hombrecillo está muy ansioso. Te acabas de dar cuenta de que la mujer no ha dejado de parlotear durante toda la exploración. Ha contado todo el desarrollo de tu paciente, salpicado de miles de detalles intrascendentes. La suma del nerviosismo de un sitio al que nadie gusta de ir, más la preocupación por su marido, más su consciente ignorancia de los temas médicos… pero no deja de irritarte.
Le pides más o menos de todo. Has captado un par de síntomas que serán por los que te guíes. Por lo menos poner algo de tratamiento.
Cuando sales del box en busca de una enfermera, la mujer te sigue, te mira a los ojos con gesto de aplomo y te hace la pregunta: “Dígame la verdad, doctor… ¿se pondrá bien mi marido?”. La pregunta. Eres médico, no adivino, como tu orgullo grita desde dentro. O quizás es la impotencia.
Le dices que eso esperas, que vamos a ver las pruebas, que si el tratamiento le hace bien… evasivas, lo sabes bien. Porque la verdad es que ya no sabes qué pensar. Has visto de todo, ya casi nada te sorprende. Pero esa voz sigue punzando en tu conciencia… aquí hay un piloto rojo encendido y no sabes cuál.
Sales del box una vez la enfermera ha empezado su trabajo y te desentiendes más o menos del paciente. Sigues viendo pacientes durante tres horas más, hasta que por fin te puedes permitir irte a cenar algo. No has descansado ni un momento y el parón se agradece. Cuando tomas el café y se produce ese silencio entre tus compañeros, empiezas a repasar lo que tienes en observación. Te acuerdas de la parejita, que ahora recuerdas a quién te recordaba: a Énguivuk y su mujer, la pareja que cura a Atreyu y Fujur en “La Historia Interminable”. Ríes entre dientes. Empiezas a darte cuenta de que llevas 3 horas sin saber de ellos, ni ellos de saber de ti. Por un momento haces eso tan peligroso de ponerte en su lugar. Y no te hace nada de gracia. Los remordimientos te hacen levantarte, aunque aun te quedan 10 minutos de descanso.
Te acercas directamente a la cama de observación que tú mismo les has buscado. El hombre tiene mejor cara. Le saludas con cariño, le preguntas que qué tal está. Contesta que un poco mejor. Mantienes uno o dos minutos una conversación con ambos, explicándoles lo que has pedido, por qué, qué tratas de descartar. Les prometes que en cuanto sepas algo de las pruebas se lo dirás.
Te acercas al control de enfermería, y preguntas si han dado mucho la vara tus pacientes. Contestan que en absoluto. Coges la carpeta del paciente, revisas los análisis… todo normal, dada la edad del paciente. Al ver la radiografía del pecho… “Vaya”. Ya no corres a enseñarles a tus compañeros tu hallazgo, aunque es de libro, como hacías hasta la semana pasada. Ya no tienes ganas. Te viene a la mente el tecnicismo que lo describe, seguido de la traducción a un lenguaje médico corriente, seguido de la traducción a un lenguaje más común: “Vaya mierda”.
No hay tratamiento que puedas dar ahora. No hay más pruebas que puedas pedir ahora. No hay más prueba ni tratamiento que comunicárselo al paciente y a su mujer.
Te tomas unos minutos para prepararte, saber más o menos qué decir, cómo decirlo. Puedes mentir como un bellaco, puedes suavizar la información, darla incompleta, como cuando le dices a un señor con cáncer que tiene una inflamación. Pero eso no le va a quitar la enfermedad al paciente.
Vaya mierda.
Por fin, te armas de valor, coges la carpeta y acudes a la cama de tu paciente. El “abueloma”. Énguivuck. Te sonríe al verte llegar. Le preguntas si te puedes sentar en su cama, a su lado. Sonríe aún más y asiente, encantado. “Cómo no, doctor”. Le vuelves a preguntar cómo se encuentra. Vuelves a interrogarlo sobre los síntomas de las últimas semanas. Ahora el interrogatorio es más dirigido, sabes qué buscar. También estás más concentrado, ya sin prejuicio ni influencia externa… que no sea la gravedad de la enfermedad que le vas a decir que padece.
Respiras hondo. Miras a los ojos de tu paciente, a los de su mujer. En los de la mujer observas un sutil cambio. Te das cuenta de que se ha percatado de que vienen curvas. No lo demoras más. Intentas suavizarlo, pero lo dices tal cual, sin ambages ni engaños de ningún tipo. Les explicas que el ingreso es necesario para el estudio, para intentar saber exactamente de qué se trata, para tratarlo de forma adecuada. No obtienes respuesta. La atención la has perdido desde que has dicho lo más importante. Lo que ellos han asociado al momento con la gravedad del asunto. Murmuras un “lo siento”, les dices que vas a cursar el ingreso, que cualquier cosa que necesiten de ti, que la pidan… pero es inútil. Se están mirando el uno al otro, con las lágrimas a punto de brotar de sus ojos. Es el momento de dejarles solos, lo entiendes perfectamente.
Cursas el ingreso, afanoso por olvidarte cuanto antes de esta historia. Aun te quedan unas ocho horas de guardia. El trabajo, forzosamente, te hace dejar a un lado el recuerdo. Pero a la mañana siguiente, tras dos horas de incómodo sueño, el primer recuerdo es para ellos. Al bajar de nuevo a urgencias, descubres que les han subido ya a planta. Vas a desayunar, donde coincides con un especialista de la planta donde les has ingresado. Aprovechas para comentarle el caso. Tuerce el gesto. “¿Ochenta y siete años? Eso es ya para paliativos”.
Pasan los días, las semanas. Vuelves a estar de guardia. Coges una hoja. Es una señora de ochenta y pico de años. Resoplas, llamas. Cuando la mujer viene por el pasillo, la reconoces al instante. Es la mujer de Énguivuck. La saludas con cariño, la pasas a una consulta y le preguntas por su marido, aunque al ver el luto ya sabías la respuesta. Duró una semana. Cogió una infección hospitalaria, y no lo superó. Le das el pésame. Ella, para tu sorpresa, te agradece el trato que les dispensaste cuando estuvieron aquél día. En esta ocasión sí es un alta rápida. Un dolor muscular.
Si lo piensas bien, no hiciste absolutamente nada por esa persona. Le pediste, por pedir, una radiografía. Encontraste por casualidad algo feo. Lo ingresaste aun sabiendo que no se podía hacer nada. Falleció por una infección que contrajo en el hospital.
Si no le hubieses pedido la placa, a lo mejor no le hubieses ingresado, y a lo mejor hubieses vivido algo más. ¿Cuánto? No lo sabes. Pero probablemente hubiera podido fallecer en su casa, con su gente.
Lo vuelves a pensar bien, y te das cuenta que lo que queda realmente es el trato que le das a la gente. Pero eso no te lo ha enseñado ninguna asignatura de tu carrera.
Una vez más, la mente te lleva al diagnóstico que diste: Vaya mierda.